Hay un pasadizo, un pasillo un recoveco negro pero iluminado por la luz del farol que casualmente está ahí, alumbrando el oscuro pasillo entre el tren y las casas aledañas. La pared que conforma el pasadizo está empapada en graffitis. Violetas, violentos, rojos, roncos, verdes, velados por la luna que aunque lejos, se deja ver. Es una noche negra pero casi parece azul, y el amarillo del farol (ese que tanto atrae a las moscas) parece rescatar a los eternos 30 metros del pasillo de la penumbra total. Carlos sentado contra la pared, donde está blanca y no la bañan graffitis. Mira con el ojo la revista que tiene en la falda. Mira para acá, pero antes para allá. Después de vuelta. Se rasca la cabeza con el dedo y mira, con el ojo, complacido, casi perdido, con el ojo, y la revista, y pasa la página. Caen hojas del árbol que sobrevuela al pasillo, una hoja cae sobre la mejilla de Carlos. Sonríe.
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