lunes, 23 de junio de 2008

(Leer) Con las Precauciones Necesarias


Era corrediza, no de vidrio sino de papel de arroz, oriental. Se deslizaba con mucha delicadeza, casi sin fricción, con muy poca fuerza corrí una de sus hojas. Parecía tener un recorrido interminable, eterno, hacia la nada.
Finalmente le di un último impulso cuando se estaba alejando de mi cuerpo y del alcance de mi brazo. Resbaló alejándose de mí indefinidamente.
Abrí los ojos hacia el paisaje que escondía la puerta de arroz.
Blanco.
Todo blanco e indeterminado. Pocos detalles sobresalían en ese blanco tan puro y tan envolvente, espumoso. Un árbol de pétalos miles y rosas, intensamente rosados. Unas discretas hierbas al pie del árbol, su tronco delgado y un poco arqueado hacia la izquierda. Unas rocas grises y negras, de formas y tamaños proporcionales al árbol, posaban a su pie.
Debajo de la copa hermosa y viva, había un pequeño almohadón. Me acerqué y descansé en él, mis pasos no emitían sonido alguno en aquel vacío que sin embargo, no era nada frío.
Vi, entonces, a pocos pasos del acolchonado almohadón donde descansaba, una ventana de robusta madera, apoyada en el piso.
La paz y la meditación me saturaron rápidamente. Y la curiosidad me sorprendió abriendo la traba de la ventana. Entré sin complicaciones.


Ahí sí que hacía frío. No nevaba, el suelo estaba seco y duro, pequeñas rocas circulares, como las de la playa, vestían toda la superficie del lugar. Yo estaba descalzo, y mis pies suspiraban a gritos que me alejara de ese tormento crujiente y helado.
El cielo era oscuro, gris y oscureciéndose, como si una nube se abalanzara sobra la claridad del aire. Solo que en este caso la oscuridad no venía de alguna nube inmensa que se abalanzaba desde la lejanía. Ahí la oscuridad nacía del propio seno del cielo, aparecía de la nada y ennegrecía el horizonte.
El terreno estaba inclinado, ascendía hacia una colina, que estaba coronada por una choza, una casa, cuyas luces amarillentas estaban prendidas. Parecía estar al borde de un precipicio, no podía ver nada más allá de esa construcción; solo negro cielo.
Empecé a caminar, escuchando el entrechocar del amasijo tricolor que pisaba sin cesar. Piedras negras grises y marrones, en todos lados. Solo escuchaba las piedras, crujiendo, raspando. Y sentía mi pecho inflarse y desinflarse, sentía la fricción de mis ropas con cada paso.
Llegué sin conciencia alguna del tiempo, hasta la puerta de la cabaña. Pude ver ahí que estaba hecha de madera sólida, sin lijar, robusta y maciza.

Pero la puerta era de cristal, luminoso y etéreo. Giré el picaporte transparente y entré sin pensar.


Estaba en tu casa, había olor a nesquick.


5 comentarios:

Anónimo dijo...

genial

Anónimo dijo...

genial

Anónimo dijo...

te extraño

Anónimo dijo...

Buena diego rompecorazones

abcD. dijo...

Jaja, piensa que me extraña a mí...
Pero no creo.

Por ahí vio en mí otra cosa.