
Se ve grande la noche hoy; como si cubriera cinco mundos a la misma vez con esa fina y transparente capa negra. Roza nuestras cabezas, absorbiendo de a poco nuestros pensamientos. Va dejándolo vacío de todo contenido hasta que nos encontramos a nosotros mismos con la mirada hacia arriba, buscando no sabemos dónde respuestas a no sabemos qué.
Y ese techo oscuro abarrotado de brillatina nos hipnotiza por un buen rato, y más todavía si se lo chusmea justo el día en que toma té con su vecina preferida, esa que por alguna razón desconocida lleva a su conejo como si fuera la mismísima sombra de la que no puede prescindir.
Y entonces la noche, como el mar, el fuego, o las tormentas de invierno, nos recuerda a aquel momento que queremos y no debemos recordar -o debemos pero no queremos- y nos empuja a la nada de la incertidumbre. Pero no siempre tenemos la suerte de quedarnos dormidos en estos momentos, y entonces la noche se hace día en nuestras camas, el mar se transforma en calle de arena y treinteañeros en cuatriciclo, el fuego se apaga y cesan las tormentas de invierno. La poesía desaparece, se extingue en un lapsus casi tan rápido como el de su nacimiento. Vuelve la monotonía, vuelven los gritos vacíos. Y los momentos que debemos y/o no queremos recordar se esconden por otro buen rato.
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