domingo, 14 de septiembre de 2008

Un mudo en la garganta


Siempre vivimos en el mismo departamento sobre la calle Florida. Atestada de gente como está las veinticuatro horas, aún así nunca tuvimos contacto -ni siquiera visual- con alguien que viviera en el mismo lugar donde pasábamos nuestras noches en semana, nuestros días en descanso. Nuestra paso por el mínimo espacio de vecindad se reducía a un neto descenso de tres pisos por ascensor, una mirada de reojo al mega espejo del vestíbulo para corroborar que no estábamos ni por las rodillas de aquellos que caminaban fuera, vestidos de trajes de gala, y un rejunte de fuerzas previo a la salida para enfrentar la peatonal atestada de hombres, mujeres, celulares, oficinas, publicidades, laptops, y McDonalds. Ni siquiera había un portero a quien pudiéramos dedicar nuestro buendía. Entonces eran días silenciosos, apagados, sin sentido. La boca se nos secaba y las palabras sólo nacían si eran parte de una frase predeterminada, automática; unboletoporfavor, señorasiéntese, permiso, no,gracias.

Cuando tomábamos coraje nos sentábamos e intentábamos diagramar algún tipo de carta documento que reclamara la presencia de un portero que nos representara, que nos recibiera aún con una mínima mueca de bienvenidosnuevamenteasucasa. No hacía falta que nos abriera la puerta, que nos dejara la correspondencia en nuestros respectivos departamentos, que nos compartiera de ese mate dulce que tomara todas las mañanas, no. Que esté, simplemente. Pero nunca aprendimos a diagramar, las clases eran sólo participativas. Y nosotros vivimos en este edificio toda la vida.


No hay comentarios: