
Era tarde, el frío invitaba a encerrarse, bajo llave, en un cuarto calefaccionado. Los colores de las cosas estaban grisáceos por falta de temperatura, como antiguos, olvidados, agresivos a los niños que ahí jugaban hace unos meses.
La plaza está desierta. Es chica, con un par de toboganes y unas pocas hamacas, suficiente para entretener, junto con tres subibajas, al batallón de chicos del barrio. Solo hojas que se arrastran tristes, intentando volar, recorren su arenero y el pasto reseco que ha tomado filo de tan viejo.
Los grandes árboles que la rodean son manchados, como las pieles de los (hombres) ancianos, manchas blancas y pardas. Sus copas peladas sostienen con esfuerzo las pocas hojas que tarde o temprano recorrerán la plaza que vigilaron todo el verano. Ahora no podrán jugar con los chicos, no hay chicos, no jugando…
En el banco, de espaldas a los subibajas, la calle al frente y el frío en las mejillas y orejas. Gris marrón y azul el abrigo, bufanda negra. Las piernas bien juntas y sin tiritar, caminando con los dedos sobre el banco verde congelado, los dedos sobre el banco tallado y raspado. Debajo de todo el abrigo el corazón late solo, despacio, des-pa-cio, en sintonía con el frío y el viento que casi no se hace escuchar. Cesa la caminata, ya no se llega lejos con los dedos, ahora que hace tanto frío.
Pero esto de verlo nada más. Él no sabe, no se sabe si sabe nada de lo que le pasa. Por ahí solo le pasa a uno y lo refleja en él. Quizás salió a descansar, escuchar el aire, antes de girar la cabeza, no tan despacio y con los ojos abiertos, al grito de “¡Carlos!”.